¿Cómo «responder» ante la aparición de un «dolor» inesperado, aunque tantas veces frecuente, de una u otra forma, en el trascurso de nuestra vida familiar?
Un accidente, una tragedia familiar… Ante todo, el «episodio» tiene que servir para unir más al padre y la madre. Es imprescindible que ninguno culpe al otro; ni cualquiera de ellos se auto acuse y se eche sobre sus espaldas la culpa de lo ocurrido.
Unirse ante el dolor
Por encima de cualquier consideración, lo primero es el niño accidentado. Puesto en mano de los médicos que aplicarán toda su sabiduría experiencia y destreza; a la familia corresponde «aplicar» aquello que la ciencia no tiene en su mano: el gran remedio del «amor».Los padres después de desahogar sus penas, que irremediablemente serán muchas, tendrán que recomponer su serenidad para actuar con cabeza, por el bien de todos.
Es necesario que se plateen cómo pueden reaccionar ante un «mal real» para mitigarlo y aprovechar los posibles bienes que de ahí se pueden deducir para el futuro. Un futuro largo y desconocido, pero que tiene un final.
Un niño, desde muy pronto y aunque esté «sedado» para evitarle dolores, se entera de bastantes más cosas de las que suponemos. No contesta, pero escucha más veces que las que nos imaginamos. De ahí que en su presencia las conversaciones han de ser «positivas», sin relatar lo «malito» que se encuentra.
Para ello, es imprescindible que los padres no se dejen «atrapar» en su imaginación por las secuelas que le van a quedar a la criatura. No tenemos ni idea de la capacidad de reacción que atesora un ser humano, aunque el deterioro de su cuerpo sea evidente. Aquí sí que la experiencia muestra efectos sorprendentes, que en la mayoría de los casos han llegado de la mano del amor, el sentido común y la tenacidad de los padres. Quizá todo ello habrá que ponerlo a prueba durante muchos años, pero los resultados son constatables en estos casos como en otras tantas enfermedades aun más graves y paralizantes.
Desde esa actitud de los padres se produce un contagio inmediato a los demás hermanos y a toda la familia. Todos quieren colaborar en la medida de sus fuerzas con «hechos» a menudo emocionantes. El menos capacitado se ha convertido en el tesoro de toda la familia y quien ha hecho a todos más humanos.
En definitiva, lo que nos «aplastó» como un «mal» -y es un mal, no valen máscaras- se puede convertir en la oportunidad de que una familia rompa su individualismo, de forma que padre y madre, hermanos y otros parientes allegados, descubran en su interior unos resortes de amor y cohesión que desconocían.
Sin duda, ante el sufrimiento del niño inocente queda en el aire una gran interrogante: «¿Por qué?». No sirve de nada atormentarse en busca de las razones. El dolor es un misterio, pero tan perverso no debe de ser, cuando Dios le hizo pasar por ese trance, hasta límites indefinibles, a su Hijo. El dolor tiene un gran valor. El dolor no tiene la última palabra. A lo largo de la vida nos pueden llegar sucesos de una dureza extrema, pero más allá de ello, el amor de Dios nos reserva una felicidad que no se termina. Esto no es un anestésico, es una realidad muy consoladora.
Antonio Vázquez. Orientador familiar. Especialista en el área de relaciones conyugales