Me lo contaba un padre, después de una sesión de trabajo en la que habíamos tratado el tema de la elección de pareja, cuando nuestros hijos se encuentran en esta coyuntura.
Lógicamente debí de cargar bastante las tintas para hacer ver que «un buen principio, facilita un buen futuro». Había caído en el gran error, tantas veces repetido, de moverme en el plano teórico de los principios. Escuchar consideraciones tan ‘ideales’ puede crear más de un desconcierto. El acontecer humano no viene regido por las matemáticas, donde dos y dos son cuatro. De ahí que hay que dejar la puerta abierta para aportar soluciones cuando las cosas vienen «mal dadas». Repetiré algo que ya apareció en estos comentarios, aunque nunca sea suficiente. Hay que aprender a sacar la pata después de haberla metido. Es tan frecuente la equivocación a lo largo de nuestra vida, que si no aprendemos a salir del hoyo, el pozo se hace cada vez más profundo.
Resurgir en los malos momentos
Aquel padre de mi historia, con amable condescendencia, no le tembló el pulso para decirme: «Tienes que dedicar un lugar en tu exposición para sembrar la esperanza de que siempre es posible resurgir«.
Fue entonces cuando con todo lujo de detalles me contó la historia de una hija suya. Cada palabra tenía su peso y medida, pero no se guardó ningún aspecto que pudiera ser significativo. Digo más, no era un hombre doliente, sino el luchador que ha triunfado sobre una batalla que le sobrevino.
La chica era la tercera después de dos hermanos varones. Tan pronto tuvo edad para salir con la pandilla de amigos puso en marcha sus mejores dotes. Era guapa, líder e inteligente. Los vientos de la edad y del ambiente hicieron el resto.
Su deporte preferido era ‘conquistar’ a los chicos de su curso, que a ella se le antojaban imberbes. Descaradamente los manejaba como marionetas que alternativamente utilizaba para sus juegos, según el argumento que se le antojaba en cada momento.
Sus padres, de manera especial su madre, estaban al tanto de todo y no se cruzó de brazos. Ofrecía su casa para cualquier fiesta que se organizaba y observaba de cerca la marejada de la pandilla. Muchas veces le advirtió del juego peligroso de ‘volver locos a unos u otros’. Entonces se sentía dominadora de sus acciones, pero podía llegar el momento en que tomaran la delantera. Además, no había derecho a jugar con los sentimientos ajenos. Eso se paga, y se pagó. Fue cuando se incorporó al grupo el hermano mayor de una de las amigas que estaba a punto de terminar la carrera. Éste ya no era un ‘niñato’, sino un hombre hecho y derecho, que la enamoró hasta el tuétano de los huesos.
Alguna vez he comentado que a esa edad una mujer enamorada es ‘un saco de patatas’. Así ocurrió. Acostumbrada a jugar con fuego se quemó.
Al llegar a este punto del relato, los ojos de su padre se empañaron. Me contó que había sido su madre la que le dio la noticia: estaba embarazada. El matrimonio unido lloró hasta desahogarse, porque sólo las bestias no lloran. Cuando lograron reaccionar, únicamente una idea se asentó sobre su cabeza: «Una equivocación no puede desencadenar una reacción en cadena». Acogieron a la chica. No se trataba de ponerle una condecoración después de lo ocurrido, pero ahí estaban a su lado. Ante todo su libertad. Si ella y su novio se querían para constituir un matrimonio como Dios manda se casarían; de lo contrario, toda la familia acogería a la nueva criatura como uno más.
Como en los antiguos cuentos de hadas, todo acabó bien. Se casaron, las pasaron bastante estrechas económicamente, pero fueron tan felices que después llegaron dos hijos más. Aquella «niña pitonga» que había sido, se convirtió en una mujer como la copa de un pino. Terminó su carrera y se puso a trabajar.
Su padre concluía: «Tienes que dar ánimo a tantos padres doloridos ante el primer tropiezo de un hijo que, sea de la índole que sea, siempre es posible ponerse de pie y seguir andando«. Quién sabe, si mejor que nunca… pensaron.
Antonio Vázquez. Orientador familiar.Especialista en el área de relaciones conyugales