El buen matrimonio como el buen vino puede mejorar con el tiempo pero, al igual que éste, si no se cuida y se dan las condiciones adecuadas puede acabar avinagrándose, estropeándose y perdiendo todo su valor.
Con el correr de los años la salud se va deteriorando, el ánimo puede flaquear, el carácter agriarse y los abuelos volvernos quisquillosos, afincados en nuestras manías y, por eso, nos cuesta más ceder en nuestro modo de vida. Las quejas constantes, aunque haya motivo para ellas, convierten a las personas en seres insoportables. Muy al contrario, los abuelos tienen ahora que esforzarse por animarse y alentarse mutuamente: todos necesitamos ser levantados cuando estamos alicaídos.
Convivir es compartir las vidas, ilusiones, intereses, esperanzas. Es apoyarse mutuamente para desarrollar un proyecto de vida en común y para ello es necesario haber dialogado mucho -y discutido alguna vez para entendernos-, pues ya sabemos que el hombre y la mujer somos muy distintos. Descubrimos lo importante que es escucharnos el uno al otro, que es bastante más que oírnos; dialogando, sin precipitarnos en la respuesta, esforzándonos por entender los razonamientos del otro. Hay que saber ceder y no pretender tener siempre la razón y aprender a reírse de uno mismo.
La felicidad y la fidelidad matrimonial necesitan que se cuide el amor para que crezca y se evite toda rutina; que se ponga en acción el amar. La alegría está en la base de la felicidad matrimonial y sólo se alcanza cuando sabemos entregarnos al otro. El amor es darse al otro por completo y confiar en recibir algo de su amor; se logra si se manifiesta el cariño de un modo sincero y limpio, con delicadeza y naturalidad, y se quiere al otro a pesar de sus defectos. Cuidar el amor, no es resignarse, ir tirando, «aguantarse» como habremos escuchado alguna vez. Se mantiene vivo el amor si ante nuestros fallos sabemos pedir perdón y olvidar lo ocurrido.
Hemos de cuidarnos mutuamente. Si a lo largo de los años hemos invertido el uno en el otro, ahora y siempre sabremos disfrutar juntos de los momentos especiales. Ella lo sabe todo de él y él conoce hasta los más íntimos sentimientos de ella: pero no dejemos pasar la oportunidad de manifestar lo que nos agrada de nuestro cónyuge. Desear el bien del otro nos lleva a unir fuerzas y sacrificios. Los abuelos conocemos ya las necesidades, aspiraciones, esperanzas del otro y las colocamos delante de los propios intereses. Debemos olvidarnos de las preocupaciones propias para atender a las de los demás.
Aunque llevemos muchos años de convivencia hay que cuidar el respeto mutuo y una manifestación sencilla será el seguir utilizando el «Por favor» y el dar las «Gracias». También el hablar con claridad, que no es dejarse llevar por la grosería. Hay que evitar decir cosas desagradables, aunque se hable con verdad: ser sinceros sí, pero con delicadeza en el trato.
Hay que ser fiel en lo pequeño, las miradas, las actitudes, las palabras. Estar juntos, sentirse juntos, seguir haciéndose los mimos y caricias de siempre, -ahora a la pasión le sustituye la ternura en las relaciones conyugales-, sentarse juntos, ir cogidos de la mano en los paseos; en resumen, manifestar nuestro amor como lo hicimos siempre antes: quererse como novios.
Sabemos que nuestro verdadero amor es el mejor regalo que podemos dar a nuestros hijos y nietos, y la mejor herencia. Conocer que sus padres o abuelos se aman y que permanecen unidos es la forma de enseñarles a amar; además de garantizar así su verdadera felicidad, temporal y eterna: ellos aprenden a amar en función de cómo observan que se aman sus padres o abuelos.