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El invierno demográfico: causas y consecuencias directas

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Europa camina hacia la equiparación de las tasas de natalidad y de mortalidad, con el resultante estancamiento del crecimiento natural de la población (crecimiento cero). Además, tiene una proporción de población anciana que pronto superará el 20% del total de la población.

De continuar las tendencias actuales, Europa podría pasar a una fase de regresión demográfica, a un aumento de la mortalidad como consecuencia del envejecimiento de sus estructuras demográficas, a una natalidad más baja aún, y a una pérdida efectiva de población. Urge recuperar los valores de la persona y de la familia para contrarrestar e invertir estas tendencias negativas y así salvaguardar la cultura occidental.

El desplome de la natalidad europea es una realidad desde hace ya varias décadas, aplicable a la totalidad de los países de nuestro entorno. Hace más de treinta años que no se renuevan las generaciones en muchos Estados de la Unión Europea (2,1 hijos por mujer). Y, por la dinámica propia de los fenómenos demográficos, con el paso de los años, este déficit se va a hacer cada vez mayor, hasta tal punto que, de continuar así otros treinta años, se podría hacer irreversible el proceso de depauperación demográfica en Europa.

Consecuencias directas del desplome de la natalidad

Son incalculables las implicaciones negativas de todo tipo que se derivan de una situación de esta naturaleza. Las repercusiones desfavorables sobrepasan los límites de las consecuencias demográficas y son fundamentalmente de tipo económico y social. En lo estrictamente demográfico, la tendencia a la baja prolongada de la natalidad provocará el aumento de la mortalidad y un descenso efectivo de la población, es decir, una pérdida neta de millones de habitantes europeos en la primera mitad del presente siglo y un envejecimiento alarmante de la población.

La situación es igualmente precaria en otros países de Occidente, cuyos índices de dependencia (relación entre la población activa y la pasiva) van en aumento por el desequilibrio en sus estructuras demográficas, lo que acarrea repercusiones dramáticas para el conjunto de la sociedad. Estas repercusiones negativas van desde las excesivas cargas para la Seguridad Social respecto de las pensiones y la provisión de servicios sociales, a serios desequilibrios en las estructuras de producción y de consumo, así como a importantes ramificaciones respecto de áreas sociales y económicas que guardan una relación estrecha con la edad, como son, por ejemplo, la educación, la vivienda y la atención sanitaria.

Superpoblación y control de natalidad

La familia y el descenso demográfico

Con la quiebra de la fecundidad en Occidente y la fuerte ralentización de la natalidad en el Tercer Mundo, con una media mundial de 2,5 hijos por mujer y con un crecimiento anual de poco más de un 1%, difícilmente podemos hablar hoy de «explosión demográfica» y menos, de «superpoblación». Los que aún mantienen esta postura no se basan en la ciencia, sino en la ideología y en la promoción de intereses creados de todo tipo.

Con arreglo a esto, argumentar que los muchos males y las graves injusticias que aquejan a los países del Tercer Mundo se deben a su alta fecundidad, y buscar supuestas soluciones por vía del control de la natalidad en todas sus facetas -muchas veces de forma violenta, contraria a la voluntad de los ciudadanos de esos pueblos-, encierra una fuerte dosis de ignorancia o de cinismo. Pretender hacernos pensar que el alto nivel de la natalidad sea la causa de la pobreza de los países menos desarrollados, equivale al disparate de decir que el alto grado de envejecimiento es la causa de la riqueza de los países desarrollados.

El desarrollo económico y social, que implica más años de escolarización y de universidad, y la incorporación masiva de las mujeres en la fuerza laboral, por ejemplo, hacen que los matrimonios se atrasen y que el período procreativo sea, de hecho, más corto que en países de menor desarrollo. Pero la quiebra de la fecundidad en Occidente obedece, más que nada, a una profunda transformación en el modo de pensar y de actuar en materia de reproducción humana, acorde con la llamada «mentalidad moderna», que afecta negativamente a la natalidad.

¿Cómo hemos llegado aquí?

Los factores de esta mentalidad son de índole cultural, psicológica y ética: son los nuevos valores de la sociedad que colocan otras aspiraciones por encima y al margen de la formación de familias. La caída de la natalidad está relacionada, además, con la promoción institucional y la generalización, en los países de nuestro entorno cultural, de políticas demográficas y acciones de enfoque antinatalista.

Las causas del hundimiento de la natalidad en los países ricos, entonces, hallan sus raíces sobre todo en cuestiones morales y psicológicas, incluyendo los valores culturales y religiosos. El grave deterioro de estos valores es lo que ha generado la aparición y generalización de contravalores. Esto está íntimamente relacionado con la llamada «revolución sexual», que conlleva la formalización y la aprobación social para las alternativas a las uniones familiares tradicionales.

La posibilidad técnica de llevar a cabo la reproducción humana al margen de la unión física entre un hombre y una mujer -mediante la manipulación genética, la fecundación in vitro y la clonación- introduce, respecto de la sexualidad humana, el matrimonio y la familia, un elemento nuevo y preocupante de desintegración personal y colectivo.

¿Tiene solución el invierno demográfico?

La disfuncionalidad actual de la familia no se resuelve con solo invertir los términos de las evoluciones y situaciones negativas que se constatan en el campo demográfico, mediante la aportación de ayudas oficiales desde el Estado o de servicios a la familia desde la sociedad. Estas aportaciones son necesarias y vehículos imprescindibles para remediar muchos de los males que aquejan a la familia en el momento actual, pero no son suficientes para invertir las tendencias demográficas.

Cualquier inversión de estas tendencias sólo puede provenir de un profundo cambio de actitud ante la realidad de la persona, la sexualidad, el matrimonio, la procreación y la familia y, en definitiva, ante la realidad más profunda de lo que entraña la condición humana en cuanto a su esencia misma y a sus fines últimos. Apoyarse en otras estructuras distintas de la familia tradicional deriva necesariamente hacia las grandes contradicciones y las situaciones atípicas que se constatan en el mundo de hoy.

La erradicación de estas contradicciones y de estas situaciones preocupantes solo puede lograrse mediante la recuperación de los valores que refuerzan a la familia como vínculo esencial para la plena realización del individuo como persona humana y como unidad básica y natural de la sociedad.

Alban D’Entremont. Profesor de Geografía de Europa, Lugar y Espacio en la Historia, y Población, Recursos y Medio Ambiente de la Universidad de Navarra

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